Juan Diez
En los últimos años, una multiplicidad de movimientos sociales logró irrumpir en los escenarios políticos latinoamericanos, reclamando la construcción de sociedades más democráticas e incluyentes. Las formas de emergencia, organización, constitución y proyección son múltiples y variadas, aunque presentan también grandes similitudes, recurriendo muchas veces tanto a viejos métodos como a nuevos, o entremezclando lo nuevo y lo viejo. Una de las expresiones más claras es la aparición y desarrollo de los movimientos indígenas. La Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en México y el movimiento mapuche en Chile son manifestaciones representativas de estos nuevos movimientos.
Es común en ciencias sociales plantear un fenómeno que se instala en la sociedad como algo novedoso. Pero, ¿puede hablarse de nuevos movimientos cuando se trata de pueblos indígenas con historias ancestrales que se remontan incluso antes de la Conquista? ¿y en todo caso, qué es lo realmente nuevo? Es posible encontrar parte de la respuesta a partir del estado permanente de crisis que aparece como el marco contextual necesario para el análisis de las últimas décadas en América Latina. Pero no en el sentido estrecho que implicaría suponer nada más que la crisis generó mayor desigualdad y pobreza, y por lo tanto, mayor descontento y acciones de protesta social. En palabras de Coll Lebedeff (1999:129): “lo nuevo son los propios problemas que plantea este horizonte histórico y lo nuevo son las respuestas que logra construir el movimiento social que percibe el entorno en el cual se está desarrollando y se organiza de nuevas formas”.
En este sentido, en el presente artículo se trata de analizar, por un lado, las transformaciones de las últimas décadas y los factores que permitieron una mayor visibilidad y revitalización del movimiento indígena. Por otro lado, se intenta repasar las distintas formas de acción, organización, demandas, relación con otros actores y con el Estado que estos movimientos articulan para dar respuesta a los problemas que atraviesan las sociedades latinoamericanas contemporáneas. La comparación entre algunos de los aspectos más significativos de estos movimientos indígenas, buscando resaltar similitudes y diferencias, permitirá obtener una mejor compresión de este nuevo fenómeno.
Crisis, transformaciones sociales y revitalización de los movimientos indígenas
A pesar de las grandes diferencias en términos históricos, políticos, económicos y sociales de Chile, Ecuador y México, al revisar algunos acontecimientos de las últimas décadas, pueden encontrarse ciertos puntos de contacto que permiten entender el (re)surgimiento de los movimientos indígenas.
Hacia fines de la década del sesenta, se empezaron a ver los signos del agotamiento del patrón de desarrollo que se había venido estructurando desde la década del treinta y, sobre todo, a partir de la segunda posguerra en América Latina. Las protestas obrero-estudiantiles que se registran en esa época –que tienen su expresión más clara y dramática en los episodios de Tlatelolco de 1968– no son más que la manifestación de dicho agotamiento. Ante esa situación de creciente descontento social y radicalización de varios sectores de la sociedad, agravada por el temor generado por la influencia de la revolución cubana, Estados Unidos lanzó la Alianza para el Progreso. Influida por la teoría de la modernización[1], la Alianza para el Progreso proponía el recurso de la reforma agraria para romper el estancamiento rural, y una industrialización más rápida y menos limitada que en el pasado. Otro objetivo menos mencionado –pero fundamental en la formulación de la estrategia– era la consolidación de las estructuras políticas y sociales capaces de contener el conflicto social ante la amenaza de intentos revolucionarios como el cubano (Halperín Donghi, 1998:523-524).
Esta estrategia propuesta por la administración Kennedy tuvo particular influencia en el desarrollo político de Chile y Ecuador hacia fines del sesenta y principios del setenta respectivamente.
Con el triunfo del demócrata cristiano Eduardo Frei en 1964 se daba inicio a la “revolución en libertad” en Chile. Como parte de su programa, se realizó una reforma agraria destinada a crear un nueva clase de agricultores que sirviera de base social para su proyecto. Paradójicamente, éste no sólo no se pudo completar por los conflictos que generó hacia el interior de la coalición gobernante –incluyendo la escisión hacia la izquierda de los sectores más involucrados en la reforma dentro de su propio partido– sino que dio la posibilidad para que la izquierda y grupos radicalizados ganaran mayor espacio. Tras la asunción de Salvador Allende con la Unidad Popular se trató de llevar adelante una nueva reforma agraria que beneficiara a los indígenas, pero fue interrumpida por el golpe militar de 1973.
Un año antes, otro golpe militar ya había puesto fin por quinta vez al gobierno de José María Velasco Ibarra en el Ecuador. El Gobierno Revolucionario Nacionalista encabezado por el general Guillermo Rodríguez Lara también efectuó una reforma agraria para dar respuesta a las manifestaciones y revueltas de varios sectores rurales. La reforma agraria redistribuyó un cuarto del área total de las haciendas del país. Pero la mayoría de las tierras no ofrecía ninguna utilidad para el cultivo y, además, los predios entregados eran tan pequeños que el minifundio se convirtió en la constante para los indígenas, haciéndoles imposible cualquier posibilidad de desarrollo y obligándolos a dejar sus tierras.
En el caso de México, la reforma agraria se basó en la tradición posrevolucionaria –sobre todo cardenista– más que en la Alianza para el Progreso. En este sentido, durante el gobierno de Luis Echeverría fue en el período donde se repartieron más tierras después del gobierno de Cárdenas. En marzo de 1972 por decreto presidencial se entregó gran parte de la Selva a una etnia casi extinta: los lacandones. Con el pretexto de preservar a esa comunidad, se arrebataron las tierras a otros grupos indígenas que las habitaban desde hacía años. Detrás del decreto había un gran negociado de políticos y madereros, que se presentó bajo el nombre de Compañía Forestal Lacandona S.A.. Gran parte de la selva se volvió así un monopolio de la compañía, que con ayuda del gobierno, comenzó a expulsar a las poblaciones indígenas.
Los mapuches, al igual que los indígenas chiapanecos, tampoco escaparon a los engaños y dobles discursos del gobierno. En 1978, la dictadura de Pinochet los llamó a buscar soluciones conjuntas a los problemas agrarios, enfatizando el papel que los indígenas debían jugar en la reconstrucción del país. Pero la integración de los mapuches a la sociedad chilena no significó otra cosa que la supresión del indígena mediante el decreto ley 2.568[2]. A su vez, tuvo como resultado una verdadera contrarreforma agraria: el 28% de las tierras expropiadas por el gobierno de la Unidad Popular se devolvieron a sus antiguos dueños, otro 55% fue distribuido en forma de parcelas individuales a unos 40 mil campesinos, mientras que el resto fue transferido a la Corporación Nacional Forestal o licitado al mejor postor (Vergara, 1982:421).
De esta manera, contrariamente a su objetivo de reducir los conflictos rurales, las distintas reformas agrarias realizadas en los sesenta y setenta en estos tres países no hicieron más que acrecentarlos.
El conflicto rural se descomprimió, en parte, con las migraciones hacia la ciudad. Este fenómeno contribuyó a la formación de los grandes conglomerados alrededor de ciudad de México, Santiago, Quito y Guayaquil. A su vez, desde la perspectiva que aquí interesa, la presencia indígena en estas grandes urbes otorgó mayor visibilidad a la realidad indígena.
Otro elemento que permitió reducir los conflictos o, al menos, postergar la crisis fue el fuerte endeudamiento externo y, en México y en menor medida en Ecuador, los altos ingresos petroleros favorecidos por la política llevada adelante por la OPEP a partir de 1973.
Sin embargo, la situación cambió cuando los precios del crudo bajaron y las tasas de interés aumentaron a principios de los ochenta. El anuncio de la moratoria por parte del gobierno mexicano en agosto de 1982 dio origen a una grave crisis económica: crisis fiscal del sector público, alta inflación, recesión y déficit crónicos en las balanzas de pago. En este sentido, la crisis de la deuda puso en evidencia el fin de la matriz político-económica que había prevalecido en algunos países latinoamericanos hasta el momento: la Matriz Estado-Céntrica (MEC), en términos de Cavarozzi (1996)[3].
El impacto de la desintegración de la MEC provocó un deterioro evidente de las condiciones de vida, percibidas esta vez como pérdidas. A su vez, la disgregación de dicha matriz y de los actores colectivos vinculados a ella –partidos políticos, sindicatos, organizaciones campesinas– abrió a los movimientos indígenas varias posibilidades de articulación organizativa local, regional y nacional, sostenidas por nuevos dirigentes con mayor capacidad de mediación, dirección autónoma y privilegio del aspecto étnico, diferentes a los de perfil clasista propio de los actores asociados a la MEC.
Aunque la reforma agraria y las luchas indígenas llevadas adelante en los distintos países no lograron afectar la estructura agraria, sí permitieron echar las bases para cambiar las correlaciones de fuerzas en muchos sectores rurales. Asimismo, la disgregación y el reacomodo de sujetos e identidades facilitó esos cambios. En tal contexto, los dirigentes mapuches lograron articularse en la organización de Centros Culturales Mapuches, luego en Admapu y finalmente, en una decena de organizaciones unidas en la Coordinadora Futa Trawun Kiñewan Pu Mapuche. Estas organizaciones, junto con una parte importante de la Iglesia Católica chilena que venía luchando contra las violaciones de los derechos humanos, resistieron el embate de la dictadura pinochetista a través de reuniones públicas, protestas y manifestaciones. Frente a la fuerte represión del gobierno militar, las parroquias propiciaban un lugar social donde los indígenas encontraban condiciones para reflexionar sobre su situación, organizarse y prepararse para la lucha.
Desde un tiempo antes, también sectores de la Iglesia venían desarrollando un papel importante en la organización de las comunidades indígenas de Ecuador y México. Los cambios producidos en la Iglesia Católica a partir del Concilio Vaticano II y de los mensajes de los obispos latinoamericanos reunidos en Medellín en 1968, llevaron a que agentes pastorales y dirigentes indígenas de base decidieran conformar una organización que no sólo luchara por la tierra, sino por la defensa de las culturas indígenas y contra la discriminación étnica. Así, en 1972 se conformó Ecuador Runacunapac Richarimuri (Ecuarunari), que agrupó a la mayoría de las organizaciones indígenas de la sierra ecuatoriana. En ese momento, fue fundamental la tarea de formación de dirigentes de Ecuarunari que llevó adelante el obispo Leonidas Proaño desde la diócesis de Riobamba. Otro obispo, Samuel Ruiz, en este caso de la diócesis de San Cristóbal de la Casas, también tuvo un papel importante con los indígenas de Chiapas. En ocasión del Primer Congreso Nacional Indígena celebrado en 1974 en dicha ciudad del sureste mexicano, exigió al Estado que escuchara los reclamos indígenas por tierras, viviendas, construcción de carreteras, clínicas rurales, etc. De este congreso salió una consigna organizativa: “caminemos juntos”. Fue así que empezaron los trabajos conjuntos entre sectores de la Iglesia, jóvenes de izquierda e indígenas, que con el correr de la década del ochenta llevaron a la formación del EZLN.
Esa década coincidió con un fuerte proceso de democratización en toda la región. De esta manera, las luchas indígenas se vieron estimuladas y potenciadas por las transformaciones ocurridas en el escenario político y social, permitiendo una mayor manifestación de grupos de la sociedad civil, que se encontraban en estado latente durante el período autoritario. La creación de la CONAIE en 1986 como producto de este proceso dio un espacio más amplio de discusión y de lucha para los conflictos étnicos de los pueblos indígenas ecuatorianos.
Finalmente, los distintos eventos, debates y luchas que se generaron en 1992 en torno a lo que los indígenas denominaron los “500 años de resistencia” frente a la tradicional idea de “descubrimiento”, pusieron en evidencia la voluntad de los indígenas de contar su propia historia y de participar activamente en la construcción de una nueva sociedad que los incluya a ellos y a todos.
Levantamientos indígenas de los noventa: formas de acción, organización y demandas
Los levantamiento indígenas en la primera mitad de la década del noventa en Ecuador y México, y en la segunda mitad en Chile, ponen en evidencia la revitalización del movimiento indígena. En la madrugada del 1° de enero de 1994, un ejército indígena tomó San Cristóbal de las Casas y otras ciudades del estado de Chiapas al sur de México. Esa fue la primera aparición en la escena política del EZLN. Ese mismo año, también hubo un levantamiento indígena en Ecuador, pero en este caso no era el primero que tenía lugar. En junio de 1990, la CONAIE ya había organizado el levantamiento indígena Inti Raymi, con manifestaciones en la mayoría de las provincias del país, especialmente en la sierra. Finalmente, el 1° de diciembre de 1997, la quema de tres camiones de la Forestal Arauco en la IX Región de Chile marca el inicio del conflicto mapuche. Todos estos acontecimientos muestran la decisión de los distintos movimientos indígenas de exigir que se los tenga en cuenta como interlocutores válidos y que sean escuchados sus reclamos para la solución de los conflictos agrarios y el reconocimiento de los derechos indígenas.
¿Qué identifica y distingue a estos movimientos indígenas? La característica distintiva es la diferencia étnica o cultural en torno a la cual constituyen su identidad y articulan sus demandas. Esta identidad es el espacio fundamental de lucha y resistencia: la apropiación de su diferencia en un sentido positivo, les permite dejar atrás la lucha por la asimilación o la igualdad, y emprenden la lucha por su propio espacio. En este sentido, la construcción de la identidad implica, entonces, el reconocimiento de la diversidad. Estos nuevos actores sociales exigen ya no la igualdad sino las condiciones reales para que su diferencia no sea eliminada sino reconocida. El reto que lanzan al poder –siempre homogeneizador y generalizador– es aceptar su diferencia en el contexto del Estado-nación.
Otro elemento característico son las formas de organización y las distintas formas de acción. La constitución de estos movimientos está marcada por un profundo sentimiento de desconfianza hacia las representaciones tradicionales establecidas en los diferentes planos institucionales, tanto gubernamentales como de oposición. Un objetivo primario es justamente la necesidad de recuperar directamente sus propias representaciones: “hablar con voz propia”, o en los términos que lo expresa el EZLN, “recuperar la voz de los sin voz”, con el fin de terminar con la "ventriloquia política" (Ibarra, 1999), esto es, con los intermediarios tradicionales –generalmente blanco-mestizos y urbanos– de intervención en la esfera política (Coll Lebedeff, 1999:131; García Serrano, 2001:100).
A su vez, esta situación plantea el establecimiento de mecanismos de representación política. No se trata de eliminar la idea de representación, puesto que la complejidad y magnitud de las sociedades modernas hace imposible el desarrollo de una democracia directa, al menos en el ámbito nacional[4]. Pero sí se pretende cambiar el sentido como se entiende la representación, tal como lo expresa la consigna zapatista de “mandar obedeciendo”. Asimismo, los caudillismos e ideas de vanguardia tan comunes en otros movimientos y actores colectivos del pasado son rechazados mediante el establecimiento de direcciones colectivas, fomentando una participación amplia y poniendo especial énfasis en el vínculo permanente con las bases.
Por el fundamental papel que juegan los medios de comunicación en las sociedades modernas, los distintos tipos de acción –levantamientos, cortes de rutas, ocupaciones de tierras y/o espacios públicos, marchas, etc.– tienen como objetivo común la intención de convocar la mirada de la opinión pública. En este sentido, las formas de protesta no descuidan la dimensión simbólica y los efectos de las imágenes: marchas que terminan en el centro del poder como es la capital o la toma de espacios públicos con alto contenido político como el palacio municipal y las sedes de los poderes del Estado. De este modo, los movimientos indígenas lograron atraer la atención y el apoyo de distintos sectores tanto en el ámbito nacional como internacional, siendo algo menor en el caso de los mapuches, pero sumamente importante en el de los indígenas ecuatorianos y fundamentalmente en el levantamiento zapatista. De hecho, una de las demandas del EZLN –la refundación del sistema político que garantice la democracia, la justicia y la libertad– encontró rápidamente eco en la sociedad mexicana y fue, en gran medida, lo que impidió que el gobierno mexicano movilizara todo su aparato represivo para aplastar el movimiento. Teniendo en cuenta las repercusiones que alcanza el alzamiento zapatista en amplios sectores de la sociedad, en algunos partidos de oposición y en una vasta red de organizaciones internacionales solidarias, el gobierno mexicano prefirió la negociación.
También en los casos de Ecuador y Chile, las distintas acciones de fuerza estuvieron orientadas a generar un mayor apoyo a sus propuestas para llegar en una mejor posición a las instancias de negociación y diálogo que les siguieron.
En cuanto a las demandas, a diferencia de movimientos agrarios anteriores, los reclamos no se limitan al pedido de tierras. Dentro de sus reivindicaciones aparece la idea de territorialidad como el reconocimiento de territorios propios, el uso y explotación de los recursos naturales, la elección de sus propias autoridades de acuerdo con sus prácticas y formas organizativas, la administración de justicia conforme sus usos y costumbres, el uso de las lenguas indígenas en los lugares públicos y la práctica de otras manifestaciones culturales relacionadas con la medicina, el conocimiento, la educación y la salud (García Serrano, 2001:101).
A su vez, desde la perspectiva zapatista, la propiedad colectiva de las tierras no sólo es importante como fuente de sustento económico de las comunidades. También constituye la base material para su autonomía y su forma de democracia, en la cual todas las decisiones son tomadas por el conjunto de la comunidad, desde adultos a niños. También en el caso de los mapuches la tierra está relacionada con una determinada forma de organización de sus vidas y con la identidad misma de los pueblos. La palabra mapuche se compone de mapu: tierra y che: gente, es decir, gente de la tierra. La tierra aparece así como un elemento esencial para la constitución misma de los sujetos y su cultura.
El concepto de autonomía es otra de las características esenciales de estos movimientos indígenas. Este concepto implica la sustitución de la vieja idea de gestión de demandas frente al Estado, que históricamente llevó al establecimiento de vínculos clientelares y paternalistas, por la de autogestión, donde las comunidades indígenas se conciben a sí mismas como capacitadas para desarrollar una fuerza suficiente que les permita resolver sus propios problemas. Esta autonomía también aparece en relación a otras organizaciones sociales y políticas, especialmente partidos políticos, sindicatos y organizaciones campesinas. Esta posición busca lograr la independencia de acción, aunque no impide la articulación o alianza con otros actores y la negociación con el Estado, siempre y cuando no signifique la subordinación de proyectos y estrategias.
Gracias a su capacidad organizativa y a su amplia base social, durante muchos meses el EZLN logró conquistar un considerable espacio territorial que fue perdiendo desde el mes de febrero de 1995. Este notable retroceso, producido en gran medida por la militarización de la zona del conflicto, limitó la capacidad de los zapatistas para llevar adelante algunos proyectos. De todos modos, ante la imposibilidad de desarrollar otro tipo de acciones, las consultas y los encuentros nacionales e internacionales[5] resultan un poderoso mecanismo no sólo de democracia directa sino de movilización y propaganda. La participación de casi 2 millones de mexicanos en la consulta de 1995, por ejemplo, llevó a la formación del Frente Zapatista de Liberación Nacional no como un partido político excluyente, sino como una fuerza civil de resistencia y de movilización para la promoción de los derechos indígenas (Montemayor, 1998:170).
Desde el momento de su constitución, también la CONAIE busca llevar adelante un proyecto político de gran amplitud bajo la convocatoria de la construcción de un nuevo modelo de Estado y de sociedad plurinacionales. Este proyecto fue puesto a prueba en las elecciones presidenciales de 1996 al ser asumido por el Movimiento de Unidad Plurinacional Pachakutik-Nuevo País (MUPP-NP), logrando 74 puestos en distintas instancias gubernamentales[6], así como que los dos candidatos para la segunda vuelta –Abdalá Bucaram y Jaime Nebot– se vieran forzados a recoger la propuesta de convocar a una Asamblea Constituyente promovida por la CONAIE.
Estas iniciativas muestran la capacidad de los movimientos para articular demandas y propuestas que no se reducen a los indígenas sino que tratan de abarcar otras cuestiones nacionales, como lo expresa claramente la consigna “nada sólo para los indios” levantada por el movimiento indígena ecuatoriano a partir de enero de 2001 (Barrera, 2001:87). De cualquier manera, aparece una diferencia importante para llevar adelante estas propuestas: mientras en el caso ecuatoriano las acciones del movimiento indígena se extienden al espacio partidario-electoral, en el caso mexicano, la lucha queda claramente excluida de tal espacio.
Derecho a la diferencia, territorio y autonomía se articulan en uno de los rasgos más distintivos de estos movimientos indígenas: el no haber incorporado en sus propuestas la tesis de la autonomía total o constitución de “repúblicas indias” al interior de los Estados nacionales, salvo en el caso de algunas organizaciones mapuches como la Coordinadora Arauko Malleko (Cfr. Lavanchy, 1999). La lucha se orienta a la construcción de Estados pluriétnicos, plurinacionales e interculturales, que termine con el mito de la nación única y homogénea sobre el que se sustentó el Estado-nación desde sus orígenes.
Cuestion(amiento) del Estado-nación: ¿qué Estado y qué nación?
La construcción del Estado-nación latinoamericano en la segunda mitad del siglo XIX implicó la negación de los pueblos indígenas. El espíritu liberal y positivista que condujo dicho proceso requería que los pueblos indígenas desaparecieran[7]: la homogeneidad fue considerada requisito indispensable para consolidar la nación, construir el Estado y contribuir al desarrollo de una economía capitalista. Así, los Estados nacionales latinoamericanos se fundaron contra su pasado (Halperín Donghi, 1987).
Sin embargo, a principios del siglo siguiente, México presenta una diferencia al respecto. Con el fin de la Revolución iniciada en 1910 y en busca de cohesión social y legitimidad, los gobiernos posrevolucionarios elaboraron un nuevo proyecto nacional que rescató al mestizo como representante de la herencia indígena e hispánica. Las culturas indígenas se constituyeron en un elemento esencial de la nacionalidad mexicana, pero sólo retóricamente, ya que no implicó ningún cambio para los indígenas reales de carne y hueso (Montemayor, 1998:107). Esta particular configuración de la identidad nacional, sus imágenes y sus símbolos, es algo que el EZLN supo utilizar muy bien. Sabedor que las guerras modernas son guerras de propaganda y que se ganan en las conciencias más que en los campos de batalla, el discurso zapatista trata de apelar a los fuertes lazos identitarios y al particular nacionalismo mexicano construidos a lo largo de la historia. “El hecho mismo de llamarse zapatistas y revolucionarios es de por sí un mensaje a todos los campesinos y a todos los mexicanos, pues en el subconsciente colectivo de México y en la educación sentimental, genuina y falsa de los mexicanos, todos nos sentimos ‘zapatistas’ y todos somos ‘revolucionarios’” (González Casanova, 1995).
Si bien hasta hace poco el resto de los países latinoamericanos se caracterizaban por ser monoculturales, monoétnicos, monolingües y dueños de una identidad nacional única, actualmente se caracterizan por el reconocimiento de su diversidad cultural, étnica y lingüística (García Serrano, 2001:94), al menos en el plano jurídico. Y aunque en todos los casos este reconocimiento fue producto de las luchas de los pueblos indígenas, los alcances no son siempre los que reclaman dichos pueblos ni tampoco son los mismos en los casos de la CONAIE, el EZLN y los mapuches.
Desde el principio, la CONAIE mantiene con el Estado una relación de diálogo y de oposición. El punto de partida de la lucha por los derechos indígenas en el Ecuador fue el levantamiento de la CONAIE en 1990. Frente a este levantamiento, el gobierno de Rodrigo Borja respondió con la conformación de comisiones para analizar la problemática indígena, y que dos años después tuvo como resultado la creación de la Dirección Nacional de Educación Intercultural Bilingüe, una vieja demanda de la CONAIE. Durante el gobierno de Sixto Durán Ballén en 1994, el movimiento indígena ecuatoriano realizó otro levantamiento para rechazar la Ley de Desarrollo Agrario que suprimía la reforma agraria y permitía la privatización de los recursos hídricos. Sin embargo, el mayor logro lo obtuvo con la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, su concretización en la elección de varios representantes indígenas, y la aprobación en alianza con otros partidos de izquierda de una nueva Constitución en 1998, que incorporó por primera vez el reconocimiento de la composición pluriétnica y multilingüe del Ecuador así como un acápite sobre los derechos colectivos de los indígenas. Si bien es un gran avance, la propuesta de reconocimiento de un Estado plurinacional planteada por la CONAIE no fue aprobada como norma constitucional.
Seis años antes, pero en México, se reformó también el artículo 4 constitucional reconociendo la existencia de los pueblos indígenas y la composición pluricultural de la nación, como respuesta a los conflictos y debates en torno al quinto centenario de la llegada de los españoles a América en 1992. Pero al mismo tiempo, se eliminó la reforma agraria del artículo 27 y se permitió la compra de tierras comunales por parte de terratenientes.
Con el alzamiento zapatista de 1994, los indígenas exigieron ser considerados mexicanos, pero sin dejar de ser indígenas. Esta exigencia fue llevada por el EZLN y el Congreso Nacional Indígena a las negociaciones con el gobierno, que en 1996 quedó cristalizada en los Acuerdos de San Andrés y en la iniciativa de ley de la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA), reconociendo una gran amplitud de derechos y autonomía a los pueblos indígenas. A partir de la Quinta Declaración de la Selva Lacandona y, sobre todo, de la asunción de Vicente Fox tras 71 años de hegemonía priísta, el EZLN encabezó la Marcha por la Dignidad Indígena a principios de 2001 que –con una gran movilización y con el poder simbólico que significaba realizar el mismo recorrido que Emiliano Zapata en 1914– buscaba el reconocimiento constitucional de los derechos y cultura indígenas. El resultado no sólo estuvo lejos de ser el deseado al no corresponder en nada con la propuesta de la COCOPA que contaba con el consenso de los zapatistas, algunos legisladores y organizaciones de la sociedad civil, sino que además en más de un punto significa un retroceso de lo que ya existía en materia legal[8].
También los mapuches aprovecharon la asunción de Patricio Aylwin en 1990, tras 17 años de la dictadura pinochetista, para reiniciar las luchas por el reconocimiento de sus derechos. A menos de un mes del nuevo gobierno, el Centro de Estudios y Documentación Mapuche Liwen impulsó un proyecto autonómico para los pueblos indígenas chilenos. El gobierno respondió con la creación de la Comisión Especial de Pueblos Indígenas orientada a elaborar una ley indígena, que contó con el apoyo de la mayoría del movimiento mapuche. Finalmente en 1993, se aprobó la Ley Indígena 19.523, que si bien reconocía la existencia de los pueblos indígenas, no les otorgaba derecho alguno. De todos modos, se levantaron voces dentro del movimiento indígena para decir que había que darle tiempo a la nueva legislación y seguir la lucha en el plano legal para lograr una reglamentación favorable.
No obstante, el proyecto de la Central Hidroeléctrica Ralco en el Alto Bío-Bío volvió a reactivar la lucha mapuche. La Comisión Nacional de Medio Ambiente junto a consultores externos y organizaciones ciudadanas objetaron el proyecto porque no respetaba normativas de la legislación ambiental. También la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI) y organizaciones mapuches rechazaron el proyecto Ralco porque dejaba un gran vacío sobre la “relocalización” de comunidades indígenas. La respuesta del gobierno fue la remoción inmediata del director de la CONADI. A principios de 1999, esta entidad aprobó la relocalización sólo con los votos de los representantes del gobierno y la exclusión de los consejeros indígenas.
En todos los casos, la acción del Estado aparece como respuesta a los movimientos indígenas: los logros obtenidos no son una dádiva generosa del Estado, sino producto de la presión ejercida por las luchas indígenas (Iturralde, 1993:3; Rodríguez y Martínez, 2000; García Serrano, 2001:98). Únicamente ante la movilización indígena y las fuertes presiones de amplios sectores de la sociedad a favor de una salida negociada del conflicto, el Estado se vio obligado a responder a sus demandas. De todos modos, las primeras respuestas siempre fueron la descalificación y la represión, demostrando la histórica discriminación y desconocimiento de la problemática étnica.
Además, como lo ponen en evidencia los conflictos zapatista y mapuche, el Estado se muestra incapaz para privilegiar las demandas de los indígenas y otros grupos sociales por sobre los intereses de los grandes grupos económicos, que a través de lobbies y diversas formas de presión logran inclinar la balanza a su favor. El recurso más utilizado por las empresas privadas es que las acciones emprendidas por los indígenas representan una clara trasgresión de la institucionalidad vigente, donde al Estado no le cabe más que hacer cumplir lo que consta en la Constitución y las leyes, incluso mediante la represión. De esta manera, no se trata tanto de la débil organización e institucionalización de los movimientos indígenas, sino del acceso privilegiado a las distintas instancias estatales que tienen ciertos intereses económicos privados nacionales e internacionales. A su vez, esta situación refuerza la necesidad de lograr una legislación favorable a los pueblos indígenas y su efectivo cumplimiento.
Sin lugar a dudas, la CONAIE es quien comparativamente obtuvo más logros. No obstante, la negociación con el Estado, la alianza con otros sectores de la sociedad y la participación electoral suponen riesgos para el movimiento indígena, como bien lo ilustra el caso ecuatoriano. Durante el gobierno de Abdalá Bucaram se creó el Ministerio Étnico, nombrándose como ministro al ex vicepresidente de la CONAIE, Rafael Pandam. Esta situación produjo un gran conflicto en el interior de las nacionalidades y pueblos que conforman la confederación, entre sectores que sostenían el Proyecto histórico de la CONAIE con una perspectiva de confrontación con el Estado y aquellos sectores orientados a la consecución de ciertos espacios en la institucionalidad estatal[9]. Otro hecho que generó una fuerte tensión en el movimiento ecuatoriano fue cuando en enero de 2000 terminaron derrocando al presidente Jamil Mahuad en una improvisada alianza con sectores militares. Este acontecimiento significó un cambio negativo en la trayectoria del movimiento: no sólo porque el programa del breve Gobierno de Salvación Nacional –integrado por el general Carlos Mendoza, un ex magistrado de la Corte Suprema, Carlos Solórzano y el entonces presidente de la CONAIE, Antonio Vargas– casi no presentaba reivindicaciones y demandas indígenas, sino que la alianza con los militares hizo que el movimiento adquiriera el formato de una “intentona golpista”, situación que goza de un amplio repudio en los distintos sectores democráticos de Ecuador y América Latina, lo que hace suponer que la acción de la cúpula militar tuvo el propósito de desprestigiar a la CONAIE (Burguete, 2000). Más recientemente, la decisión justamente de Vargas de presentarse como candidato presidencial en las elecciones de este año en representación de los indígenas, pero con un nuevo partido diferente a MUPP-NP, también atenta fuertemente contra la unidad del movimiento indígena ecuatoriano.
Conclusiones de una lucha inconclusa
En los inicios del tercer milenio, el positivismo decimonónico y su reactualización en la teoría de la modernización de mediados del siglo XX recibieron un fuerte revés. Contrariamente a sus supuestos, las transformaciones sociales de los últimos tiempos, lejos de hacerlos desaparecer, devolvieron a la escena política latinoamericana movimientos indígenas revitalizados.
Los levantamientos indígenas de la CONAIE, el EZLN y el movimiento mapuche durante la década del noventa, se dan a partir de cambios profundos en las zonas rurales y de la crisis de la MEC. De cualquier manera, sus surgimientos y desarrollos no pueden ser entendidos como una simple reacción contra dicha matriz y los actores colectivos vinculados a ella ni tampoco como una vuelta a un pasado de esplendor indígena, sino como una combinación de elementos nuevos y viejos que resultan en nuevas propuestas y nuevas formas de hacer y pensar la política que los mismos movimientos dan cuenta.
La CONAIE aglutina en su seno a las organizaciones indígenas regionales más importantes de los diferentes pueblos y nacionalidades indígenas de Ecuador. También dentro del EZLN conviven distintas etnias indígenas como tzotziles, tzeltales, choles, zoques y tojolabales. El movimiento mapuche, si bien se trata de una misma etnia, agrupa a distintas organizaciones regionales e incluso con orientaciones políticas diferentes. De esta manera, los movimientos indígenas dan prueba en su propia organización que la unidad en la diversidad, que proponen para la sociedad, es posible. Pese a la diferencias internas que a veces los debilitan –especialmente al movimiento mapuche– muestran una gran capacidad de movilización y articulación de demandas.
Los movimientos indígenas analizados no parecen tener las limitaciones que menciona Iturralde[10]. Las distintas acciones y medidas de fuerza llevadas adelante por estos movimientos buscan captar la atención de la sociedad y, de esa manera, llegar en una mejor posición al diálogo. En todos los casos, las mesas de diálogo entre los movimientos indígenas y el gobierno fueron verdaderas instancias de negociación, donde se discutieron propuestas y se buscaron fórmulas de compromiso que no siempre se lograron, más por la rigidez de la postura gubernamental que por una desmesura reivindicativa de los indígenas, poniendo al descubierto los límites del discurso oficial sobre el reconocimiento de la diversidad.
A su vez, lo que en sus orígenes emergió como un conflicto sobre todo étnico, se fue desarrollando hacia una interpelación global al modelo político-económico imperante –en el caso del EZLN esta característica estuvo presente desde su primera aparición, que no casualmente coincidió con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. A partir de su fortaleza organizativa y de la legitimidad ganada en los levantamientos de los noventa, los movimientos indígenas empezaron a intervenir más en las cuestiones nacionales. Así, la discusión sobre derechos ciudadanos en general, reforma del Estado, movilizaciones y protestas contra medidas económicas y privatizaciones se articulan con las demandas étnico-culturales más específicas de los pueblos indígenas.
Asimismo, estas acciones implicaron la construcción de alianzas con otros actores colectivos. En los distintos casos, es importante el vínculo con organizaciones ciudadanas y ONG’s nacionales e internacionales en su lucha por el reconocimiento de los derechos indígenas. Esta alianza con otros sectores de la sociedad se da a partir de la idea de autonomía y generalmente adopta la forma de red apoyada en el uso de medios de comunicación como internet, combinando así tradiciones viejas y medios modernos. Igualmente significativo es el apoyo de sectores de la iglesia, no sólo durante el período de la constitución de los movimientos sino después, como cuando el obispo Ruiz actuó como mediador en las negociaciones de paz entre el EZLN y el gobierno mexicano o en la organización de los campamentos en la Universidad Politécnica Salesiana en Quito en las reiteradas movilizaciones de la CONAIE a dicha ciudad capital. En el caso de esta última, también tiene relación con el MUPP-NP, pero manteniendo su autonomía al punto que no apoya explícitamente ningún candidato presidencial, y es el partido el que recoge el proyecto político de la confederación indígena y no a la inversa.
De cualquier manera, esto no significa desconocer las dificultades que tienen los movimientos indígenas. Las demandas de derecho a la diferencia, diversidad, territorialidad y autonomía de los pueblos indígenas minan las bases mismas del Estado-nación tal como se lo concibe actualmente. De este modo, el Estado se muestra incapaz de incorporar a los movimientos indígenas y sus demandas, a pesar de la legitimidad y el apoyo que encuentran en la sociedad civil y en la escena internacional.
En comparación con los otros dos movimientos, quizás el movimiento mapuche es el que presenta mayores obstáculos, tanto en el plano organizativo interno como en los logros obtenidos. Las diferencias en las estrategias de acción y las propuestas de autonomía que existen entre las organizaciones mapuches no sólo dificultan la consolidación del movimiento, sino que debilita sus capacidades para ir más allá de una ley que sólo reconoce su existencia, pero no sus derechos. Pero además –y reforzando las diferencias con la CONAIE y el EZLN– la existencia de fórmulas autonómicas radicales dentro del movimiento mapuche, llevó a la adopción de una interpretación menos favorable del Convenio 169 de la OIT sobre derechos y libre determinación de los pueblos indígenas por parte del gobierno chileno. Mientras México fue el segundo país en ratificarlo en 1990 y Ecuador en 1998, en Chile, no sólo se demoró su aprobación hasta 2001 sino que fue rectificado como prevención ante el temor a ciertas tendencias separatistas de algunos grupos mapuches. De todos modos, esa solución no tuvo en cuenta que muchas veces el otorgamiento –más que la negación– de autonomía, al permitir a los distintos sujetos colectivos el ejercicio de anhelados derechos y libertades, tiende a desalentar las aspiraciones separatistas de ciertos grupos dentro de una sociedad (Díaz Polanco, 2001:15).
Más allá de estas dificultades y otras antes mencionadas, las perspectivas abiertas por los movimientos indígenas son amplias y llenas de desafíos. A través de sus luchas, lograron presentar sus reivindicaciones en ámbitos antes desconocidos y plantearon la necesidad fundamental de revisar los conceptos mismos de Estado y nación como parte de un proceso más amplio en la generación de condiciones para una democratización efectiva.
La construcción de sociedades más democráticas no puede dejar de lado –como históricamente se hizo– a los pueblos indígenas, ni despreciar la legitimidad de sus reivindicaciones, sus valores y sus estructuras organizativas. En este sentido, se trata de construir sociedades y Estados pluriétnicos y pluriculturales a partir del diálogo interétnico e intercultural. Los pueblos indígenas lograron por distintos métodos hacerse de un lugar desde donde decir su palabra. Sin embargo, hasta ahora, no se pudo alcanzar un verdadero diálogo que signifique un intercambio real y simétrico. El riesgo que se corre de no conseguirse dicho diálogo es grande: los pueblos indígenas forman parte de la extraordinaria diversidad étnica y cultural de América Latina, fuente de riquezas materiales y simbólicas, de formas de conocer y de relación con la naturaleza, cuya pérdida representaría un empobrecimiento colectivo y una reducción de las herramientas culturales con las cuales hacer frente a las exigencias del futuro (Lander, 1997). La construcción de sociedades más democráticas y pluralistas no puede lograrse sin la participación de los indígenas y demás sectores de la sociedad. Con todo, no se trata de tener una visión idílica: dicha participación es esencialmente conflictiva en cuanto supone el reconocimiento y respeto de cosmovisiones diferentes, y la superación de prejuicios y concepciones de tipo racista fuertemente arraigados.
Es probable que mientras se siga manteniendo el mito totalitario del Estado con idioma y cultura únicos contrario al multilingüismo y a la realidad pluricultural de los pueblos de América Latina, seguirán surgiendo movimiento indígenas –y no indígenas– que no dejarán de cuestionar el orden establecido y reclamar el respeto de sus derechos. “Pueden matar a Chus, a nuestros jefes. Pero no pueden matar la miseria que seguirá produciendo gente como nosotros”. El indígena tzotzil habla pausadamente desde una oscura choza en medio de la Selva Lacandona. Evoca la necesidad de alcanzar el respeto y la dignidad. Aunque es consciente que el proceso puede llevar años, incluso décadas, es decididamente optimista.
Bibliografía consultada:
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En internet:
- ¡Ya basta! Página oficial del Ejército Zapatista de Liberación Nacional: http://www.elzn.org
- Proyecto de Documentación Ñuke Mapu: http://www.soc.uu.se/mapuche
- Revista Memoria: http://www.memoria.com.mx
- Revista del Observatorio Social de América Latina: http://osal.clacso.org
Notas:
[*] Juan Diez, "Construyendo una nueva sociedad. Los aportes de la CONAIE, el EZLN y el movimiento mapuche", trabajo realizado originalmente para el seminario “Procesos Políticos Contemporáneos en América Latina”, Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, mayo de 2002.
[1] Tomando prestadas categorías de la sociología decimonónica y poniendo un fuerte énfasis en los valores culturales, la teoría de la modernización supone que las sociedades evolucionan desde estructuras tradicionales a estructuras modernas. Desde esta perspectiva, las sociedades consideradas ya modernas –EE.UU. y Europa occidental– son el punto de llegada que tarde o temprano deberían alcanzar las sociedades tradicionales. Para el caso latinoamericano, varios teóricos de la modernización identificaron los valores del catolicismo, el predominio de trabajo no asalariado en las áreas rurales o la gran cantidad de población indígena, entre otros, como importantes obstáculos para el desarrollo económico y la modernización.
[2] En el capítulo I, inciso b, se establece: “Las hijuelas resultantes de la división de las reservas, dejarán de considerarse indígenas, e indígenas a sus dueños y adjudicatarios” (citado en Lavanchy, 1999).
[3] Si bien Cavarozzi utiliza este concepto para los casos de México y Chile, también en Ecuador –aunque con un proceso de industrialización más tardío y limitado, y una organización política con rasgos más patrimonialistas– la crisis de la deuda significó el fin de una matriz estatal (Barrera, 2001:91).
[4] Otra situación muy diferente es en el contexto más reducido de las comunidades, donde no sólo es posible y deseable la democracia directa, sino que, como muestran los movimientos indígenas, las decisiones fundamentales pueden ser tomadas de manera consensuada por todos los miembros.
[5] En este sentido pueden mencionarse la Convención Nacional Democrática en agosto de 1994, varios foros especiales para los pueblos indígenas y para la reforma del Estado, reuniones internacionales como el Foro Continental Americano en abril de 1996 y el Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo en julio de ese mismo año, y la última Marcha de la Dignidad Indígena a principios de 2001 para el reconocimiento de los derechos indígenas.
[6] Un diputado nacional, 7 diputados provinciales, 10 alcaldes, 42 concejales y 14 consejeros provinciales (Botero Villegas, 1998:69)
[7] La imposición de las ideas positivistas se llevó adelante por varios medios que incluyeron el etnocidio, la relocalización de poblaciones indígenas, la alineación lingüística y cultural, y demás formas de asimilación.
[8] Por ejemplo, al reconocimiento de la composición pluricultural de la nación mexicana de 1992, se lo antecedió en el artículo 2 con la frase “La Nación mexicana es única e indivisible”. Pero, peor aún, a la demanda por parte de las comunidades indígenas de que se las reconozca como “sujetos de derecho”, la reforma constitucional reconoce a las comunidades como “entidades de interés público”.
[9] No casualmente estas dos posiciones coinciden, en buena medida, con las organizaciones indígenas de la sierra y con las del oriente ecuatoriano respectivamente. Se reproduce, así, una división que atraviesa toda la historia y la política del Ecuador.
[10] Según este autor: “[...] a pesar de su fortaleza organizativa los movimientos indígenas muestran limitaciones en el plano político: deficiencias para operar en los escenarios democráticos, pocas propuestas para el debate de las cuestiones nacionales y debilidad para establecer alianzas” (Iturralde, 1993:5).
Es común en ciencias sociales plantear un fenómeno que se instala en la sociedad como algo novedoso. Pero, ¿puede hablarse de nuevos movimientos cuando se trata de pueblos indígenas con historias ancestrales que se remontan incluso antes de la Conquista? ¿y en todo caso, qué es lo realmente nuevo? Es posible encontrar parte de la respuesta a partir del estado permanente de crisis que aparece como el marco contextual necesario para el análisis de las últimas décadas en América Latina. Pero no en el sentido estrecho que implicaría suponer nada más que la crisis generó mayor desigualdad y pobreza, y por lo tanto, mayor descontento y acciones de protesta social. En palabras de Coll Lebedeff (1999:129): “lo nuevo son los propios problemas que plantea este horizonte histórico y lo nuevo son las respuestas que logra construir el movimiento social que percibe el entorno en el cual se está desarrollando y se organiza de nuevas formas”.
En este sentido, en el presente artículo se trata de analizar, por un lado, las transformaciones de las últimas décadas y los factores que permitieron una mayor visibilidad y revitalización del movimiento indígena. Por otro lado, se intenta repasar las distintas formas de acción, organización, demandas, relación con otros actores y con el Estado que estos movimientos articulan para dar respuesta a los problemas que atraviesan las sociedades latinoamericanas contemporáneas. La comparación entre algunos de los aspectos más significativos de estos movimientos indígenas, buscando resaltar similitudes y diferencias, permitirá obtener una mejor compresión de este nuevo fenómeno.
Crisis, transformaciones sociales y revitalización de los movimientos indígenas
A pesar de las grandes diferencias en términos históricos, políticos, económicos y sociales de Chile, Ecuador y México, al revisar algunos acontecimientos de las últimas décadas, pueden encontrarse ciertos puntos de contacto que permiten entender el (re)surgimiento de los movimientos indígenas.
Hacia fines de la década del sesenta, se empezaron a ver los signos del agotamiento del patrón de desarrollo que se había venido estructurando desde la década del treinta y, sobre todo, a partir de la segunda posguerra en América Latina. Las protestas obrero-estudiantiles que se registran en esa época –que tienen su expresión más clara y dramática en los episodios de Tlatelolco de 1968– no son más que la manifestación de dicho agotamiento. Ante esa situación de creciente descontento social y radicalización de varios sectores de la sociedad, agravada por el temor generado por la influencia de la revolución cubana, Estados Unidos lanzó la Alianza para el Progreso. Influida por la teoría de la modernización[1], la Alianza para el Progreso proponía el recurso de la reforma agraria para romper el estancamiento rural, y una industrialización más rápida y menos limitada que en el pasado. Otro objetivo menos mencionado –pero fundamental en la formulación de la estrategia– era la consolidación de las estructuras políticas y sociales capaces de contener el conflicto social ante la amenaza de intentos revolucionarios como el cubano (Halperín Donghi, 1998:523-524).
Esta estrategia propuesta por la administración Kennedy tuvo particular influencia en el desarrollo político de Chile y Ecuador hacia fines del sesenta y principios del setenta respectivamente.
Con el triunfo del demócrata cristiano Eduardo Frei en 1964 se daba inicio a la “revolución en libertad” en Chile. Como parte de su programa, se realizó una reforma agraria destinada a crear un nueva clase de agricultores que sirviera de base social para su proyecto. Paradójicamente, éste no sólo no se pudo completar por los conflictos que generó hacia el interior de la coalición gobernante –incluyendo la escisión hacia la izquierda de los sectores más involucrados en la reforma dentro de su propio partido– sino que dio la posibilidad para que la izquierda y grupos radicalizados ganaran mayor espacio. Tras la asunción de Salvador Allende con la Unidad Popular se trató de llevar adelante una nueva reforma agraria que beneficiara a los indígenas, pero fue interrumpida por el golpe militar de 1973.
Un año antes, otro golpe militar ya había puesto fin por quinta vez al gobierno de José María Velasco Ibarra en el Ecuador. El Gobierno Revolucionario Nacionalista encabezado por el general Guillermo Rodríguez Lara también efectuó una reforma agraria para dar respuesta a las manifestaciones y revueltas de varios sectores rurales. La reforma agraria redistribuyó un cuarto del área total de las haciendas del país. Pero la mayoría de las tierras no ofrecía ninguna utilidad para el cultivo y, además, los predios entregados eran tan pequeños que el minifundio se convirtió en la constante para los indígenas, haciéndoles imposible cualquier posibilidad de desarrollo y obligándolos a dejar sus tierras.
En el caso de México, la reforma agraria se basó en la tradición posrevolucionaria –sobre todo cardenista– más que en la Alianza para el Progreso. En este sentido, durante el gobierno de Luis Echeverría fue en el período donde se repartieron más tierras después del gobierno de Cárdenas. En marzo de 1972 por decreto presidencial se entregó gran parte de la Selva a una etnia casi extinta: los lacandones. Con el pretexto de preservar a esa comunidad, se arrebataron las tierras a otros grupos indígenas que las habitaban desde hacía años. Detrás del decreto había un gran negociado de políticos y madereros, que se presentó bajo el nombre de Compañía Forestal Lacandona S.A.. Gran parte de la selva se volvió así un monopolio de la compañía, que con ayuda del gobierno, comenzó a expulsar a las poblaciones indígenas.
Los mapuches, al igual que los indígenas chiapanecos, tampoco escaparon a los engaños y dobles discursos del gobierno. En 1978, la dictadura de Pinochet los llamó a buscar soluciones conjuntas a los problemas agrarios, enfatizando el papel que los indígenas debían jugar en la reconstrucción del país. Pero la integración de los mapuches a la sociedad chilena no significó otra cosa que la supresión del indígena mediante el decreto ley 2.568[2]. A su vez, tuvo como resultado una verdadera contrarreforma agraria: el 28% de las tierras expropiadas por el gobierno de la Unidad Popular se devolvieron a sus antiguos dueños, otro 55% fue distribuido en forma de parcelas individuales a unos 40 mil campesinos, mientras que el resto fue transferido a la Corporación Nacional Forestal o licitado al mejor postor (Vergara, 1982:421).
De esta manera, contrariamente a su objetivo de reducir los conflictos rurales, las distintas reformas agrarias realizadas en los sesenta y setenta en estos tres países no hicieron más que acrecentarlos.
El conflicto rural se descomprimió, en parte, con las migraciones hacia la ciudad. Este fenómeno contribuyó a la formación de los grandes conglomerados alrededor de ciudad de México, Santiago, Quito y Guayaquil. A su vez, desde la perspectiva que aquí interesa, la presencia indígena en estas grandes urbes otorgó mayor visibilidad a la realidad indígena.
Otro elemento que permitió reducir los conflictos o, al menos, postergar la crisis fue el fuerte endeudamiento externo y, en México y en menor medida en Ecuador, los altos ingresos petroleros favorecidos por la política llevada adelante por la OPEP a partir de 1973.
Sin embargo, la situación cambió cuando los precios del crudo bajaron y las tasas de interés aumentaron a principios de los ochenta. El anuncio de la moratoria por parte del gobierno mexicano en agosto de 1982 dio origen a una grave crisis económica: crisis fiscal del sector público, alta inflación, recesión y déficit crónicos en las balanzas de pago. En este sentido, la crisis de la deuda puso en evidencia el fin de la matriz político-económica que había prevalecido en algunos países latinoamericanos hasta el momento: la Matriz Estado-Céntrica (MEC), en términos de Cavarozzi (1996)[3].
El impacto de la desintegración de la MEC provocó un deterioro evidente de las condiciones de vida, percibidas esta vez como pérdidas. A su vez, la disgregación de dicha matriz y de los actores colectivos vinculados a ella –partidos políticos, sindicatos, organizaciones campesinas– abrió a los movimientos indígenas varias posibilidades de articulación organizativa local, regional y nacional, sostenidas por nuevos dirigentes con mayor capacidad de mediación, dirección autónoma y privilegio del aspecto étnico, diferentes a los de perfil clasista propio de los actores asociados a la MEC.
Aunque la reforma agraria y las luchas indígenas llevadas adelante en los distintos países no lograron afectar la estructura agraria, sí permitieron echar las bases para cambiar las correlaciones de fuerzas en muchos sectores rurales. Asimismo, la disgregación y el reacomodo de sujetos e identidades facilitó esos cambios. En tal contexto, los dirigentes mapuches lograron articularse en la organización de Centros Culturales Mapuches, luego en Admapu y finalmente, en una decena de organizaciones unidas en la Coordinadora Futa Trawun Kiñewan Pu Mapuche. Estas organizaciones, junto con una parte importante de la Iglesia Católica chilena que venía luchando contra las violaciones de los derechos humanos, resistieron el embate de la dictadura pinochetista a través de reuniones públicas, protestas y manifestaciones. Frente a la fuerte represión del gobierno militar, las parroquias propiciaban un lugar social donde los indígenas encontraban condiciones para reflexionar sobre su situación, organizarse y prepararse para la lucha.
Desde un tiempo antes, también sectores de la Iglesia venían desarrollando un papel importante en la organización de las comunidades indígenas de Ecuador y México. Los cambios producidos en la Iglesia Católica a partir del Concilio Vaticano II y de los mensajes de los obispos latinoamericanos reunidos en Medellín en 1968, llevaron a que agentes pastorales y dirigentes indígenas de base decidieran conformar una organización que no sólo luchara por la tierra, sino por la defensa de las culturas indígenas y contra la discriminación étnica. Así, en 1972 se conformó Ecuador Runacunapac Richarimuri (Ecuarunari), que agrupó a la mayoría de las organizaciones indígenas de la sierra ecuatoriana. En ese momento, fue fundamental la tarea de formación de dirigentes de Ecuarunari que llevó adelante el obispo Leonidas Proaño desde la diócesis de Riobamba. Otro obispo, Samuel Ruiz, en este caso de la diócesis de San Cristóbal de la Casas, también tuvo un papel importante con los indígenas de Chiapas. En ocasión del Primer Congreso Nacional Indígena celebrado en 1974 en dicha ciudad del sureste mexicano, exigió al Estado que escuchara los reclamos indígenas por tierras, viviendas, construcción de carreteras, clínicas rurales, etc. De este congreso salió una consigna organizativa: “caminemos juntos”. Fue así que empezaron los trabajos conjuntos entre sectores de la Iglesia, jóvenes de izquierda e indígenas, que con el correr de la década del ochenta llevaron a la formación del EZLN.
Esa década coincidió con un fuerte proceso de democratización en toda la región. De esta manera, las luchas indígenas se vieron estimuladas y potenciadas por las transformaciones ocurridas en el escenario político y social, permitiendo una mayor manifestación de grupos de la sociedad civil, que se encontraban en estado latente durante el período autoritario. La creación de la CONAIE en 1986 como producto de este proceso dio un espacio más amplio de discusión y de lucha para los conflictos étnicos de los pueblos indígenas ecuatorianos.
Finalmente, los distintos eventos, debates y luchas que se generaron en 1992 en torno a lo que los indígenas denominaron los “500 años de resistencia” frente a la tradicional idea de “descubrimiento”, pusieron en evidencia la voluntad de los indígenas de contar su propia historia y de participar activamente en la construcción de una nueva sociedad que los incluya a ellos y a todos.
Levantamientos indígenas de los noventa: formas de acción, organización y demandas
Los levantamiento indígenas en la primera mitad de la década del noventa en Ecuador y México, y en la segunda mitad en Chile, ponen en evidencia la revitalización del movimiento indígena. En la madrugada del 1° de enero de 1994, un ejército indígena tomó San Cristóbal de las Casas y otras ciudades del estado de Chiapas al sur de México. Esa fue la primera aparición en la escena política del EZLN. Ese mismo año, también hubo un levantamiento indígena en Ecuador, pero en este caso no era el primero que tenía lugar. En junio de 1990, la CONAIE ya había organizado el levantamiento indígena Inti Raymi, con manifestaciones en la mayoría de las provincias del país, especialmente en la sierra. Finalmente, el 1° de diciembre de 1997, la quema de tres camiones de la Forestal Arauco en la IX Región de Chile marca el inicio del conflicto mapuche. Todos estos acontecimientos muestran la decisión de los distintos movimientos indígenas de exigir que se los tenga en cuenta como interlocutores válidos y que sean escuchados sus reclamos para la solución de los conflictos agrarios y el reconocimiento de los derechos indígenas.
¿Qué identifica y distingue a estos movimientos indígenas? La característica distintiva es la diferencia étnica o cultural en torno a la cual constituyen su identidad y articulan sus demandas. Esta identidad es el espacio fundamental de lucha y resistencia: la apropiación de su diferencia en un sentido positivo, les permite dejar atrás la lucha por la asimilación o la igualdad, y emprenden la lucha por su propio espacio. En este sentido, la construcción de la identidad implica, entonces, el reconocimiento de la diversidad. Estos nuevos actores sociales exigen ya no la igualdad sino las condiciones reales para que su diferencia no sea eliminada sino reconocida. El reto que lanzan al poder –siempre homogeneizador y generalizador– es aceptar su diferencia en el contexto del Estado-nación.
Otro elemento característico son las formas de organización y las distintas formas de acción. La constitución de estos movimientos está marcada por un profundo sentimiento de desconfianza hacia las representaciones tradicionales establecidas en los diferentes planos institucionales, tanto gubernamentales como de oposición. Un objetivo primario es justamente la necesidad de recuperar directamente sus propias representaciones: “hablar con voz propia”, o en los términos que lo expresa el EZLN, “recuperar la voz de los sin voz”, con el fin de terminar con la "ventriloquia política" (Ibarra, 1999), esto es, con los intermediarios tradicionales –generalmente blanco-mestizos y urbanos– de intervención en la esfera política (Coll Lebedeff, 1999:131; García Serrano, 2001:100).
A su vez, esta situación plantea el establecimiento de mecanismos de representación política. No se trata de eliminar la idea de representación, puesto que la complejidad y magnitud de las sociedades modernas hace imposible el desarrollo de una democracia directa, al menos en el ámbito nacional[4]. Pero sí se pretende cambiar el sentido como se entiende la representación, tal como lo expresa la consigna zapatista de “mandar obedeciendo”. Asimismo, los caudillismos e ideas de vanguardia tan comunes en otros movimientos y actores colectivos del pasado son rechazados mediante el establecimiento de direcciones colectivas, fomentando una participación amplia y poniendo especial énfasis en el vínculo permanente con las bases.
Por el fundamental papel que juegan los medios de comunicación en las sociedades modernas, los distintos tipos de acción –levantamientos, cortes de rutas, ocupaciones de tierras y/o espacios públicos, marchas, etc.– tienen como objetivo común la intención de convocar la mirada de la opinión pública. En este sentido, las formas de protesta no descuidan la dimensión simbólica y los efectos de las imágenes: marchas que terminan en el centro del poder como es la capital o la toma de espacios públicos con alto contenido político como el palacio municipal y las sedes de los poderes del Estado. De este modo, los movimientos indígenas lograron atraer la atención y el apoyo de distintos sectores tanto en el ámbito nacional como internacional, siendo algo menor en el caso de los mapuches, pero sumamente importante en el de los indígenas ecuatorianos y fundamentalmente en el levantamiento zapatista. De hecho, una de las demandas del EZLN –la refundación del sistema político que garantice la democracia, la justicia y la libertad– encontró rápidamente eco en la sociedad mexicana y fue, en gran medida, lo que impidió que el gobierno mexicano movilizara todo su aparato represivo para aplastar el movimiento. Teniendo en cuenta las repercusiones que alcanza el alzamiento zapatista en amplios sectores de la sociedad, en algunos partidos de oposición y en una vasta red de organizaciones internacionales solidarias, el gobierno mexicano prefirió la negociación.
También en los casos de Ecuador y Chile, las distintas acciones de fuerza estuvieron orientadas a generar un mayor apoyo a sus propuestas para llegar en una mejor posición a las instancias de negociación y diálogo que les siguieron.
En cuanto a las demandas, a diferencia de movimientos agrarios anteriores, los reclamos no se limitan al pedido de tierras. Dentro de sus reivindicaciones aparece la idea de territorialidad como el reconocimiento de territorios propios, el uso y explotación de los recursos naturales, la elección de sus propias autoridades de acuerdo con sus prácticas y formas organizativas, la administración de justicia conforme sus usos y costumbres, el uso de las lenguas indígenas en los lugares públicos y la práctica de otras manifestaciones culturales relacionadas con la medicina, el conocimiento, la educación y la salud (García Serrano, 2001:101).
A su vez, desde la perspectiva zapatista, la propiedad colectiva de las tierras no sólo es importante como fuente de sustento económico de las comunidades. También constituye la base material para su autonomía y su forma de democracia, en la cual todas las decisiones son tomadas por el conjunto de la comunidad, desde adultos a niños. También en el caso de los mapuches la tierra está relacionada con una determinada forma de organización de sus vidas y con la identidad misma de los pueblos. La palabra mapuche se compone de mapu: tierra y che: gente, es decir, gente de la tierra. La tierra aparece así como un elemento esencial para la constitución misma de los sujetos y su cultura.
El concepto de autonomía es otra de las características esenciales de estos movimientos indígenas. Este concepto implica la sustitución de la vieja idea de gestión de demandas frente al Estado, que históricamente llevó al establecimiento de vínculos clientelares y paternalistas, por la de autogestión, donde las comunidades indígenas se conciben a sí mismas como capacitadas para desarrollar una fuerza suficiente que les permita resolver sus propios problemas. Esta autonomía también aparece en relación a otras organizaciones sociales y políticas, especialmente partidos políticos, sindicatos y organizaciones campesinas. Esta posición busca lograr la independencia de acción, aunque no impide la articulación o alianza con otros actores y la negociación con el Estado, siempre y cuando no signifique la subordinación de proyectos y estrategias.
Gracias a su capacidad organizativa y a su amplia base social, durante muchos meses el EZLN logró conquistar un considerable espacio territorial que fue perdiendo desde el mes de febrero de 1995. Este notable retroceso, producido en gran medida por la militarización de la zona del conflicto, limitó la capacidad de los zapatistas para llevar adelante algunos proyectos. De todos modos, ante la imposibilidad de desarrollar otro tipo de acciones, las consultas y los encuentros nacionales e internacionales[5] resultan un poderoso mecanismo no sólo de democracia directa sino de movilización y propaganda. La participación de casi 2 millones de mexicanos en la consulta de 1995, por ejemplo, llevó a la formación del Frente Zapatista de Liberación Nacional no como un partido político excluyente, sino como una fuerza civil de resistencia y de movilización para la promoción de los derechos indígenas (Montemayor, 1998:170).
Desde el momento de su constitución, también la CONAIE busca llevar adelante un proyecto político de gran amplitud bajo la convocatoria de la construcción de un nuevo modelo de Estado y de sociedad plurinacionales. Este proyecto fue puesto a prueba en las elecciones presidenciales de 1996 al ser asumido por el Movimiento de Unidad Plurinacional Pachakutik-Nuevo País (MUPP-NP), logrando 74 puestos en distintas instancias gubernamentales[6], así como que los dos candidatos para la segunda vuelta –Abdalá Bucaram y Jaime Nebot– se vieran forzados a recoger la propuesta de convocar a una Asamblea Constituyente promovida por la CONAIE.
Estas iniciativas muestran la capacidad de los movimientos para articular demandas y propuestas que no se reducen a los indígenas sino que tratan de abarcar otras cuestiones nacionales, como lo expresa claramente la consigna “nada sólo para los indios” levantada por el movimiento indígena ecuatoriano a partir de enero de 2001 (Barrera, 2001:87). De cualquier manera, aparece una diferencia importante para llevar adelante estas propuestas: mientras en el caso ecuatoriano las acciones del movimiento indígena se extienden al espacio partidario-electoral, en el caso mexicano, la lucha queda claramente excluida de tal espacio.
Derecho a la diferencia, territorio y autonomía se articulan en uno de los rasgos más distintivos de estos movimientos indígenas: el no haber incorporado en sus propuestas la tesis de la autonomía total o constitución de “repúblicas indias” al interior de los Estados nacionales, salvo en el caso de algunas organizaciones mapuches como la Coordinadora Arauko Malleko (Cfr. Lavanchy, 1999). La lucha se orienta a la construcción de Estados pluriétnicos, plurinacionales e interculturales, que termine con el mito de la nación única y homogénea sobre el que se sustentó el Estado-nación desde sus orígenes.
Cuestion(amiento) del Estado-nación: ¿qué Estado y qué nación?
La construcción del Estado-nación latinoamericano en la segunda mitad del siglo XIX implicó la negación de los pueblos indígenas. El espíritu liberal y positivista que condujo dicho proceso requería que los pueblos indígenas desaparecieran[7]: la homogeneidad fue considerada requisito indispensable para consolidar la nación, construir el Estado y contribuir al desarrollo de una economía capitalista. Así, los Estados nacionales latinoamericanos se fundaron contra su pasado (Halperín Donghi, 1987).
Sin embargo, a principios del siglo siguiente, México presenta una diferencia al respecto. Con el fin de la Revolución iniciada en 1910 y en busca de cohesión social y legitimidad, los gobiernos posrevolucionarios elaboraron un nuevo proyecto nacional que rescató al mestizo como representante de la herencia indígena e hispánica. Las culturas indígenas se constituyeron en un elemento esencial de la nacionalidad mexicana, pero sólo retóricamente, ya que no implicó ningún cambio para los indígenas reales de carne y hueso (Montemayor, 1998:107). Esta particular configuración de la identidad nacional, sus imágenes y sus símbolos, es algo que el EZLN supo utilizar muy bien. Sabedor que las guerras modernas son guerras de propaganda y que se ganan en las conciencias más que en los campos de batalla, el discurso zapatista trata de apelar a los fuertes lazos identitarios y al particular nacionalismo mexicano construidos a lo largo de la historia. “El hecho mismo de llamarse zapatistas y revolucionarios es de por sí un mensaje a todos los campesinos y a todos los mexicanos, pues en el subconsciente colectivo de México y en la educación sentimental, genuina y falsa de los mexicanos, todos nos sentimos ‘zapatistas’ y todos somos ‘revolucionarios’” (González Casanova, 1995).
Si bien hasta hace poco el resto de los países latinoamericanos se caracterizaban por ser monoculturales, monoétnicos, monolingües y dueños de una identidad nacional única, actualmente se caracterizan por el reconocimiento de su diversidad cultural, étnica y lingüística (García Serrano, 2001:94), al menos en el plano jurídico. Y aunque en todos los casos este reconocimiento fue producto de las luchas de los pueblos indígenas, los alcances no son siempre los que reclaman dichos pueblos ni tampoco son los mismos en los casos de la CONAIE, el EZLN y los mapuches.
Desde el principio, la CONAIE mantiene con el Estado una relación de diálogo y de oposición. El punto de partida de la lucha por los derechos indígenas en el Ecuador fue el levantamiento de la CONAIE en 1990. Frente a este levantamiento, el gobierno de Rodrigo Borja respondió con la conformación de comisiones para analizar la problemática indígena, y que dos años después tuvo como resultado la creación de la Dirección Nacional de Educación Intercultural Bilingüe, una vieja demanda de la CONAIE. Durante el gobierno de Sixto Durán Ballén en 1994, el movimiento indígena ecuatoriano realizó otro levantamiento para rechazar la Ley de Desarrollo Agrario que suprimía la reforma agraria y permitía la privatización de los recursos hídricos. Sin embargo, el mayor logro lo obtuvo con la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente, su concretización en la elección de varios representantes indígenas, y la aprobación en alianza con otros partidos de izquierda de una nueva Constitución en 1998, que incorporó por primera vez el reconocimiento de la composición pluriétnica y multilingüe del Ecuador así como un acápite sobre los derechos colectivos de los indígenas. Si bien es un gran avance, la propuesta de reconocimiento de un Estado plurinacional planteada por la CONAIE no fue aprobada como norma constitucional.
Seis años antes, pero en México, se reformó también el artículo 4 constitucional reconociendo la existencia de los pueblos indígenas y la composición pluricultural de la nación, como respuesta a los conflictos y debates en torno al quinto centenario de la llegada de los españoles a América en 1992. Pero al mismo tiempo, se eliminó la reforma agraria del artículo 27 y se permitió la compra de tierras comunales por parte de terratenientes.
Con el alzamiento zapatista de 1994, los indígenas exigieron ser considerados mexicanos, pero sin dejar de ser indígenas. Esta exigencia fue llevada por el EZLN y el Congreso Nacional Indígena a las negociaciones con el gobierno, que en 1996 quedó cristalizada en los Acuerdos de San Andrés y en la iniciativa de ley de la Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA), reconociendo una gran amplitud de derechos y autonomía a los pueblos indígenas. A partir de la Quinta Declaración de la Selva Lacandona y, sobre todo, de la asunción de Vicente Fox tras 71 años de hegemonía priísta, el EZLN encabezó la Marcha por la Dignidad Indígena a principios de 2001 que –con una gran movilización y con el poder simbólico que significaba realizar el mismo recorrido que Emiliano Zapata en 1914– buscaba el reconocimiento constitucional de los derechos y cultura indígenas. El resultado no sólo estuvo lejos de ser el deseado al no corresponder en nada con la propuesta de la COCOPA que contaba con el consenso de los zapatistas, algunos legisladores y organizaciones de la sociedad civil, sino que además en más de un punto significa un retroceso de lo que ya existía en materia legal[8].
También los mapuches aprovecharon la asunción de Patricio Aylwin en 1990, tras 17 años de la dictadura pinochetista, para reiniciar las luchas por el reconocimiento de sus derechos. A menos de un mes del nuevo gobierno, el Centro de Estudios y Documentación Mapuche Liwen impulsó un proyecto autonómico para los pueblos indígenas chilenos. El gobierno respondió con la creación de la Comisión Especial de Pueblos Indígenas orientada a elaborar una ley indígena, que contó con el apoyo de la mayoría del movimiento mapuche. Finalmente en 1993, se aprobó la Ley Indígena 19.523, que si bien reconocía la existencia de los pueblos indígenas, no les otorgaba derecho alguno. De todos modos, se levantaron voces dentro del movimiento indígena para decir que había que darle tiempo a la nueva legislación y seguir la lucha en el plano legal para lograr una reglamentación favorable.
No obstante, el proyecto de la Central Hidroeléctrica Ralco en el Alto Bío-Bío volvió a reactivar la lucha mapuche. La Comisión Nacional de Medio Ambiente junto a consultores externos y organizaciones ciudadanas objetaron el proyecto porque no respetaba normativas de la legislación ambiental. También la Corporación Nacional de Desarrollo Indígena (CONADI) y organizaciones mapuches rechazaron el proyecto Ralco porque dejaba un gran vacío sobre la “relocalización” de comunidades indígenas. La respuesta del gobierno fue la remoción inmediata del director de la CONADI. A principios de 1999, esta entidad aprobó la relocalización sólo con los votos de los representantes del gobierno y la exclusión de los consejeros indígenas.
En todos los casos, la acción del Estado aparece como respuesta a los movimientos indígenas: los logros obtenidos no son una dádiva generosa del Estado, sino producto de la presión ejercida por las luchas indígenas (Iturralde, 1993:3; Rodríguez y Martínez, 2000; García Serrano, 2001:98). Únicamente ante la movilización indígena y las fuertes presiones de amplios sectores de la sociedad a favor de una salida negociada del conflicto, el Estado se vio obligado a responder a sus demandas. De todos modos, las primeras respuestas siempre fueron la descalificación y la represión, demostrando la histórica discriminación y desconocimiento de la problemática étnica.
Además, como lo ponen en evidencia los conflictos zapatista y mapuche, el Estado se muestra incapaz para privilegiar las demandas de los indígenas y otros grupos sociales por sobre los intereses de los grandes grupos económicos, que a través de lobbies y diversas formas de presión logran inclinar la balanza a su favor. El recurso más utilizado por las empresas privadas es que las acciones emprendidas por los indígenas representan una clara trasgresión de la institucionalidad vigente, donde al Estado no le cabe más que hacer cumplir lo que consta en la Constitución y las leyes, incluso mediante la represión. De esta manera, no se trata tanto de la débil organización e institucionalización de los movimientos indígenas, sino del acceso privilegiado a las distintas instancias estatales que tienen ciertos intereses económicos privados nacionales e internacionales. A su vez, esta situación refuerza la necesidad de lograr una legislación favorable a los pueblos indígenas y su efectivo cumplimiento.
Sin lugar a dudas, la CONAIE es quien comparativamente obtuvo más logros. No obstante, la negociación con el Estado, la alianza con otros sectores de la sociedad y la participación electoral suponen riesgos para el movimiento indígena, como bien lo ilustra el caso ecuatoriano. Durante el gobierno de Abdalá Bucaram se creó el Ministerio Étnico, nombrándose como ministro al ex vicepresidente de la CONAIE, Rafael Pandam. Esta situación produjo un gran conflicto en el interior de las nacionalidades y pueblos que conforman la confederación, entre sectores que sostenían el Proyecto histórico de la CONAIE con una perspectiva de confrontación con el Estado y aquellos sectores orientados a la consecución de ciertos espacios en la institucionalidad estatal[9]. Otro hecho que generó una fuerte tensión en el movimiento ecuatoriano fue cuando en enero de 2000 terminaron derrocando al presidente Jamil Mahuad en una improvisada alianza con sectores militares. Este acontecimiento significó un cambio negativo en la trayectoria del movimiento: no sólo porque el programa del breve Gobierno de Salvación Nacional –integrado por el general Carlos Mendoza, un ex magistrado de la Corte Suprema, Carlos Solórzano y el entonces presidente de la CONAIE, Antonio Vargas– casi no presentaba reivindicaciones y demandas indígenas, sino que la alianza con los militares hizo que el movimiento adquiriera el formato de una “intentona golpista”, situación que goza de un amplio repudio en los distintos sectores democráticos de Ecuador y América Latina, lo que hace suponer que la acción de la cúpula militar tuvo el propósito de desprestigiar a la CONAIE (Burguete, 2000). Más recientemente, la decisión justamente de Vargas de presentarse como candidato presidencial en las elecciones de este año en representación de los indígenas, pero con un nuevo partido diferente a MUPP-NP, también atenta fuertemente contra la unidad del movimiento indígena ecuatoriano.
Conclusiones de una lucha inconclusa
En los inicios del tercer milenio, el positivismo decimonónico y su reactualización en la teoría de la modernización de mediados del siglo XX recibieron un fuerte revés. Contrariamente a sus supuestos, las transformaciones sociales de los últimos tiempos, lejos de hacerlos desaparecer, devolvieron a la escena política latinoamericana movimientos indígenas revitalizados.
Los levantamientos indígenas de la CONAIE, el EZLN y el movimiento mapuche durante la década del noventa, se dan a partir de cambios profundos en las zonas rurales y de la crisis de la MEC. De cualquier manera, sus surgimientos y desarrollos no pueden ser entendidos como una simple reacción contra dicha matriz y los actores colectivos vinculados a ella ni tampoco como una vuelta a un pasado de esplendor indígena, sino como una combinación de elementos nuevos y viejos que resultan en nuevas propuestas y nuevas formas de hacer y pensar la política que los mismos movimientos dan cuenta.
La CONAIE aglutina en su seno a las organizaciones indígenas regionales más importantes de los diferentes pueblos y nacionalidades indígenas de Ecuador. También dentro del EZLN conviven distintas etnias indígenas como tzotziles, tzeltales, choles, zoques y tojolabales. El movimiento mapuche, si bien se trata de una misma etnia, agrupa a distintas organizaciones regionales e incluso con orientaciones políticas diferentes. De esta manera, los movimientos indígenas dan prueba en su propia organización que la unidad en la diversidad, que proponen para la sociedad, es posible. Pese a la diferencias internas que a veces los debilitan –especialmente al movimiento mapuche– muestran una gran capacidad de movilización y articulación de demandas.
Los movimientos indígenas analizados no parecen tener las limitaciones que menciona Iturralde[10]. Las distintas acciones y medidas de fuerza llevadas adelante por estos movimientos buscan captar la atención de la sociedad y, de esa manera, llegar en una mejor posición al diálogo. En todos los casos, las mesas de diálogo entre los movimientos indígenas y el gobierno fueron verdaderas instancias de negociación, donde se discutieron propuestas y se buscaron fórmulas de compromiso que no siempre se lograron, más por la rigidez de la postura gubernamental que por una desmesura reivindicativa de los indígenas, poniendo al descubierto los límites del discurso oficial sobre el reconocimiento de la diversidad.
A su vez, lo que en sus orígenes emergió como un conflicto sobre todo étnico, se fue desarrollando hacia una interpelación global al modelo político-económico imperante –en el caso del EZLN esta característica estuvo presente desde su primera aparición, que no casualmente coincidió con la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte. A partir de su fortaleza organizativa y de la legitimidad ganada en los levantamientos de los noventa, los movimientos indígenas empezaron a intervenir más en las cuestiones nacionales. Así, la discusión sobre derechos ciudadanos en general, reforma del Estado, movilizaciones y protestas contra medidas económicas y privatizaciones se articulan con las demandas étnico-culturales más específicas de los pueblos indígenas.
Asimismo, estas acciones implicaron la construcción de alianzas con otros actores colectivos. En los distintos casos, es importante el vínculo con organizaciones ciudadanas y ONG’s nacionales e internacionales en su lucha por el reconocimiento de los derechos indígenas. Esta alianza con otros sectores de la sociedad se da a partir de la idea de autonomía y generalmente adopta la forma de red apoyada en el uso de medios de comunicación como internet, combinando así tradiciones viejas y medios modernos. Igualmente significativo es el apoyo de sectores de la iglesia, no sólo durante el período de la constitución de los movimientos sino después, como cuando el obispo Ruiz actuó como mediador en las negociaciones de paz entre el EZLN y el gobierno mexicano o en la organización de los campamentos en la Universidad Politécnica Salesiana en Quito en las reiteradas movilizaciones de la CONAIE a dicha ciudad capital. En el caso de esta última, también tiene relación con el MUPP-NP, pero manteniendo su autonomía al punto que no apoya explícitamente ningún candidato presidencial, y es el partido el que recoge el proyecto político de la confederación indígena y no a la inversa.
De cualquier manera, esto no significa desconocer las dificultades que tienen los movimientos indígenas. Las demandas de derecho a la diferencia, diversidad, territorialidad y autonomía de los pueblos indígenas minan las bases mismas del Estado-nación tal como se lo concibe actualmente. De este modo, el Estado se muestra incapaz de incorporar a los movimientos indígenas y sus demandas, a pesar de la legitimidad y el apoyo que encuentran en la sociedad civil y en la escena internacional.
En comparación con los otros dos movimientos, quizás el movimiento mapuche es el que presenta mayores obstáculos, tanto en el plano organizativo interno como en los logros obtenidos. Las diferencias en las estrategias de acción y las propuestas de autonomía que existen entre las organizaciones mapuches no sólo dificultan la consolidación del movimiento, sino que debilita sus capacidades para ir más allá de una ley que sólo reconoce su existencia, pero no sus derechos. Pero además –y reforzando las diferencias con la CONAIE y el EZLN– la existencia de fórmulas autonómicas radicales dentro del movimiento mapuche, llevó a la adopción de una interpretación menos favorable del Convenio 169 de la OIT sobre derechos y libre determinación de los pueblos indígenas por parte del gobierno chileno. Mientras México fue el segundo país en ratificarlo en 1990 y Ecuador en 1998, en Chile, no sólo se demoró su aprobación hasta 2001 sino que fue rectificado como prevención ante el temor a ciertas tendencias separatistas de algunos grupos mapuches. De todos modos, esa solución no tuvo en cuenta que muchas veces el otorgamiento –más que la negación– de autonomía, al permitir a los distintos sujetos colectivos el ejercicio de anhelados derechos y libertades, tiende a desalentar las aspiraciones separatistas de ciertos grupos dentro de una sociedad (Díaz Polanco, 2001:15).
Más allá de estas dificultades y otras antes mencionadas, las perspectivas abiertas por los movimientos indígenas son amplias y llenas de desafíos. A través de sus luchas, lograron presentar sus reivindicaciones en ámbitos antes desconocidos y plantearon la necesidad fundamental de revisar los conceptos mismos de Estado y nación como parte de un proceso más amplio en la generación de condiciones para una democratización efectiva.
La construcción de sociedades más democráticas no puede dejar de lado –como históricamente se hizo– a los pueblos indígenas, ni despreciar la legitimidad de sus reivindicaciones, sus valores y sus estructuras organizativas. En este sentido, se trata de construir sociedades y Estados pluriétnicos y pluriculturales a partir del diálogo interétnico e intercultural. Los pueblos indígenas lograron por distintos métodos hacerse de un lugar desde donde decir su palabra. Sin embargo, hasta ahora, no se pudo alcanzar un verdadero diálogo que signifique un intercambio real y simétrico. El riesgo que se corre de no conseguirse dicho diálogo es grande: los pueblos indígenas forman parte de la extraordinaria diversidad étnica y cultural de América Latina, fuente de riquezas materiales y simbólicas, de formas de conocer y de relación con la naturaleza, cuya pérdida representaría un empobrecimiento colectivo y una reducción de las herramientas culturales con las cuales hacer frente a las exigencias del futuro (Lander, 1997). La construcción de sociedades más democráticas y pluralistas no puede lograrse sin la participación de los indígenas y demás sectores de la sociedad. Con todo, no se trata de tener una visión idílica: dicha participación es esencialmente conflictiva en cuanto supone el reconocimiento y respeto de cosmovisiones diferentes, y la superación de prejuicios y concepciones de tipo racista fuertemente arraigados.
Es probable que mientras se siga manteniendo el mito totalitario del Estado con idioma y cultura únicos contrario al multilingüismo y a la realidad pluricultural de los pueblos de América Latina, seguirán surgiendo movimiento indígenas –y no indígenas– que no dejarán de cuestionar el orden establecido y reclamar el respeto de sus derechos. “Pueden matar a Chus, a nuestros jefes. Pero no pueden matar la miseria que seguirá produciendo gente como nosotros”. El indígena tzotzil habla pausadamente desde una oscura choza en medio de la Selva Lacandona. Evoca la necesidad de alcanzar el respeto y la dignidad. Aunque es consciente que el proceso puede llevar años, incluso décadas, es decididamente optimista.
Bibliografía consultada:
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- Botero Villegas, Luis (1998), “Estado, cuestión agraria y movilización india en Ecuador: Los desafíos de la democracia”, en Nueva Sociedad N° 153, Caracas, enero-febrero
- Burguete, Araceli (2000), “Ecuador 2000: La primera rebelión indígena del tercer milenio”, en Memoria N° 133, México, marzo
- Cavarozzi, Marcelo (1996), “Más allá de las transiciones a la democracia”, en Capitalismo político tardío y su crisis en América Latina, Homo Sapiens Ediciones, Rosario
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- García Serrano, Fernando (2001), “Política, Estado y diversidad cultural. La cuestión indígena en la región andina”, en Nueva Sociedad N° 173, Caracas, mayo-junio
- Halperin Donghi, Tulio (1987), El espejo de la historia: problemas argentinos y perspectivas latinoamericanas, Sudamericana, Buenos Aires
- Halperin Donghi, Tulio (1998), Historia Contemporánea de América Latina, Alianza Editorial, Madrid
- Ibarra, Hernán (1999), "Intelectuales indígenas, neoindigenismo e indianismo en el Ecuador", en Ecuador Debate N° 48, Quito, diciembre
- Iturralde, Diego (1995), La gestión de la multiculturalidad y la multietnicidad en América Latina, Trabajo presentado a la Primera Reunión Regional de América Latina y el Caribe del Programa de Gestión de las Transformaciones Sociales, MOST-Ministerio de Cultura y Educación, La Paz, marzo
- Lander, Edgardo (1997), Democracia, participación y ciudadanía, Trabajo presentado en la XVIII Asamblea General de CLACSO, Buenos Aires, noviembre
- Lavanchy, Javier (1999), “Conflicto y propuestas de autonomía mapuche”, en Proyecto de Documentación Ñuke Mapu, Santiago de Chile, junio
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- Montemayor, Carlos (1998), Chiapas. La rebelión indígena de México, Joaquín Mortiz, México
- Rodríguez, Orlando y Martínez, María José (2000), “Neoindigenismo en Ecuador”, en Memoria N° 133, México, marzo
- Vergara, Pilar (1982), “Las transformaciones del Estado chileno bajo el régimen militar”, en Revista Mexicana de Sociología N° 2, México, abril/junio
En internet:
- ¡Ya basta! Página oficial del Ejército Zapatista de Liberación Nacional: http://www.elzn.org
- Proyecto de Documentación Ñuke Mapu: http://www.soc.uu.se/mapuche
- Revista Memoria: http://www.memoria.com.mx
- Revista del Observatorio Social de América Latina: http://osal.clacso.org
Notas:
[*] Juan Diez, "Construyendo una nueva sociedad. Los aportes de la CONAIE, el EZLN y el movimiento mapuche", trabajo realizado originalmente para el seminario “Procesos Políticos Contemporáneos en América Latina”, Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires, mayo de 2002.
[1] Tomando prestadas categorías de la sociología decimonónica y poniendo un fuerte énfasis en los valores culturales, la teoría de la modernización supone que las sociedades evolucionan desde estructuras tradicionales a estructuras modernas. Desde esta perspectiva, las sociedades consideradas ya modernas –EE.UU. y Europa occidental– son el punto de llegada que tarde o temprano deberían alcanzar las sociedades tradicionales. Para el caso latinoamericano, varios teóricos de la modernización identificaron los valores del catolicismo, el predominio de trabajo no asalariado en las áreas rurales o la gran cantidad de población indígena, entre otros, como importantes obstáculos para el desarrollo económico y la modernización.
[2] En el capítulo I, inciso b, se establece: “Las hijuelas resultantes de la división de las reservas, dejarán de considerarse indígenas, e indígenas a sus dueños y adjudicatarios” (citado en Lavanchy, 1999).
[3] Si bien Cavarozzi utiliza este concepto para los casos de México y Chile, también en Ecuador –aunque con un proceso de industrialización más tardío y limitado, y una organización política con rasgos más patrimonialistas– la crisis de la deuda significó el fin de una matriz estatal (Barrera, 2001:91).
[4] Otra situación muy diferente es en el contexto más reducido de las comunidades, donde no sólo es posible y deseable la democracia directa, sino que, como muestran los movimientos indígenas, las decisiones fundamentales pueden ser tomadas de manera consensuada por todos los miembros.
[5] En este sentido pueden mencionarse la Convención Nacional Democrática en agosto de 1994, varios foros especiales para los pueblos indígenas y para la reforma del Estado, reuniones internacionales como el Foro Continental Americano en abril de 1996 y el Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo en julio de ese mismo año, y la última Marcha de la Dignidad Indígena a principios de 2001 para el reconocimiento de los derechos indígenas.
[6] Un diputado nacional, 7 diputados provinciales, 10 alcaldes, 42 concejales y 14 consejeros provinciales (Botero Villegas, 1998:69)
[7] La imposición de las ideas positivistas se llevó adelante por varios medios que incluyeron el etnocidio, la relocalización de poblaciones indígenas, la alineación lingüística y cultural, y demás formas de asimilación.
[8] Por ejemplo, al reconocimiento de la composición pluricultural de la nación mexicana de 1992, se lo antecedió en el artículo 2 con la frase “La Nación mexicana es única e indivisible”. Pero, peor aún, a la demanda por parte de las comunidades indígenas de que se las reconozca como “sujetos de derecho”, la reforma constitucional reconoce a las comunidades como “entidades de interés público”.
[9] No casualmente estas dos posiciones coinciden, en buena medida, con las organizaciones indígenas de la sierra y con las del oriente ecuatoriano respectivamente. Se reproduce, así, una división que atraviesa toda la historia y la política del Ecuador.
[10] Según este autor: “[...] a pesar de su fortaleza organizativa los movimientos indígenas muestran limitaciones en el plano político: deficiencias para operar en los escenarios democráticos, pocas propuestas para el debate de las cuestiones nacionales y debilidad para establecer alianzas” (Iturralde, 1993:5).