domingo, 22 de junio de 2008

Espejismos y realidad Sociedad civil y ciudadanía

Alberto Vergara Paniagua*
Ni siquiera he partido mucho tiempo. Apenas unos meses y los reencuentros son extraños. Podríamos argumentar cuánto ha cambiado el país, podríamos defender su inmovilidad pasmosa. Da para todo. Mirar de nuevo es conocer otra vez y cuando vuelves a observar solo hay contrastes, dudas, nada es seguro en este país. Lo pueblan opciones opuestas, análisis contradictorios, vías paralelas. Ni siquiera podríamos sugerir cierta dialéctica entre cambio y continuidad, únicamente espacios donde lo monolítico es el señor de los dominios y otros donde los cambios se aceleran incesantemente. Y así, nos entregamos a vivir el país, sin entender mucho, o peor aún, cada quién con sus verdades aceptadas, nutrido de las premisas que vigorizan a su clan, de pensamientos que no incomodan. Y otra vez no hay dialéctica, nuevamente el archipiélago de medias verdades, absolutas para los acólitos. Y uno sigue cargando el equipaje con dudas.
Mientras viajé cada correo electrónico que recibía era una forma de alarma, casi un llamado a no volver. El país atiborrado de incendios, los reales y los morales. Inerte frente a esta exposición de pesimismo, terminé cediendo a la desazón electrónica. El país se sigue yendo al carajo. Me reencuentro con mi amigo Eduardo Dargent y los dos nos confesamos la percepción de este desfase entre los mensajes que se reciben y la situación del país. No soy toledista (¿qué podría significar esto?) pero me revienta tanto gallo fiero frente a un régimen débil, tanta voz ausente durante el fujimorato. Toda esa corte que aplaudió a Fujimori en cada CADE (o a sus variantes, no nos olvidemos tan pronto de Federico Salas), todos los cortesanos sindicalistas que hicieron mutis. Todos son hoy espadachines ágiles a reaccionar frente a cualquier funcionario público zangoloteado por alguna vedette.
Y es que nos reconforta el cargamontón. Nos sumamos gustosos al ejercicio de darle de porrazos a quien flaquea. Aprendido en las calles, en las bodegas de cada esquina y trasladado sin fronteras, esa chacota tumultuosa nos redime en nuestra ausencia de individualidad. Difuminados entre la masa, nos envalentonamos, van y vienen los lapos que enrojecen el cuello del pobre elegido para satisfacer tanta carencia de la masa, compuesta siempre por lapeados en otras esferas. En el Perú siempre se sufre a un lapeador, casi siempre se goza de un lapeado.
Y creo que nadie se detiene ante este proceso de exaltación colectiva. ¿Qué significa esta ausencia de individualidades críticas? Este país quería al chino en los mismos porcentajes que hoy odia al cholo. No me importa quién tenga más argumentos para lo uno o lo otro, solo repárese que vamos por bandadas, olas homogeneizadas, hoy adoran y mañana no, todo en la misma medida. Y ante estas tendencias que aglutinan estados de ánimo más que razones, que son el desprecio por el libre y propio ejercicio de pensar, me visita Bertrand Russell, tiene que existir algo que parezca más importante que la admiración de la muchedumbre contemporánea. Estamos sufriendo no la decadencia de las creencias teológicas, sino la pérdida de la soledad.
Sandro Venturo percibía en los años noventa una tendencia hacia una ética del individualismo (en ningún momento que se hubiera desarrollado a plenitud pero sí un deslizamiento hacia formas de comportamientos individualistas evidenciados fundamentalmente en la incertidumbre frente a lo social y la indiferencia hacia lo público político). Entiendo adónde apunta mi buen amigo, pero ninguno de esos factores logra convencerme de la pertinencia de hablar de individualidad. Acaso se hayan trocado dos formas de ética comunitaria. Aquella setentera con sus siglas pertenecientes al museo del ridículo y esta nueva que no por despreocupada de la cosa pública se encarna en individualidad. Dos formas de colectividad, la de las banderas y el latinamericanto, la del chat y el trans.
Yo no percibo ningún ascenso del comportamiento individualista si por esto entendemos una forma de vida en la que hombres y mujeres forman proyectos individuales, emprenden iniciativas que se diferencian de las grandes tendencias de su hora (de las «corrientes» como señalaba con enfado Ortega) con el fondo igualitario de la ley que es la garantía de esta forma de libertad individual. Por el contrario, olfateo una sociedad autocomplaciente en sus rituales colectivos. La sociedad de los hobbies y los lobbies, dice Castoriadis. Una comunidad llena de flojeras en la que el individuo se funde para permitir que sea lo grupal, y por lo tanto lo fácil, lo que nos acompañe. Decía Nicolás Yerovi en un artículo bastante más divertido que este, que el peruano de hoy cree que solo tiene derechos y no deberes. Tibio, tibio. Tampoco es consciente de sus derechos. De saberlo, podría en términos generales reclamar, indignarse, aunque sea respecto de sí mismo. Sin embargo esto no ocurre. Está asumido que el tránsito sea una aventura de tipo animal planet y, cada vez más, ir al cine es asistir a una representación teatral del siglo XV en la que el público insultaba a los protagonistas y, donde, en términos generales, el silencio no es una condición para entregarse a ver una película. Nadie cree en estos ámbitos que solo posee derechos, se reclamaría. Por el contrario, se ha asumido una conducta de no derechos, no deberes, ni para mí ni para nadie. Es la ausencia de la normatividad más básica y quienes confunden esto con individualidad, no diferencian entre Estado de Naturaleza y sociedad política. Así que todo vale. Celulares y conversar en el cine han pasado a ser la norma. Intente callar a alguien en la oscuridad de la sala, querido lector, y constatará en todas sus dimensiones qué puede significar que una sociedad se haya vuelto achorada.
Y a la vez que uno percibe esta ausencia de civilidad creciente, tiene que tener esperanzas en el país. Y sin embargo las dudas matan. La descentralización a la vuelta de la esquina, no quiero sumarme al ejercicio de quienes con apenas escucharla vociferan ¡mujeres y niños primero! Escucho a mi amigo Eduardo Ballón decir que debemos confiar en la sociedad civil en el marco del proceso descentralizador pues durante la transición se comportó a gran altura y ahora también lo hará. Y mi primer impulso es sumarme a su entusiasmo. Así es, la transición la jugó bien la sociedad civil. De pronto me desencanto y vuelvo a dudar. Me veo en el parque Kennedy el día que Fujimori renunció a la presidencia y no somos más de cincuenta quienes celebramos. Podríamos agregar en el Haití a algunos entusiastas que celebran entre whiskies. ¿Dónde estaba la sociedad civil ese día? Y más allá de esto, ¿dónde estuvo la algarabía civil frente a la partida de Fujimori en aquellos días en que ya predominaba la sensación del fait accompli, como menciona Cotler?
Es así que me gana el escepticismo, pues creo que el encanto contemporáneo por la sociedad civil se estrella con una creciente incivilidad de nuestra ciudadanía. Es cierto, en los últimos años se han extendido agrupaciones civiles, conformando redes de asociaciones que han hecho un trabajo importante de participación política. Esto tuvo un importante impacto mediático en los meses finales del fujimorato y, tras su derrumbe, la sociedad civil ha ido ganando más espacios. Sin embargo, pareciera que hablamos de cosas distintas, sociedad civil y la ciudadanía. Se celebra el advenimiento de una sociedad civil segura, educada, democrática y vigilante pero cuánto me gustaría que se advirtiera también el ascenso de ciudadanos seguros, educados, democráticos y vigilantes.
Es como si se abrieran brechas ya no entre el país real y el formal en la vieja fórmula de Basadre, sino entre un país virtual o estadístico y el real. Es así que en educación, por ejemplo, las tasas de analfabetismo vienen reduciéndose año a año, mientras las librerías van quebrando también año a año (o vendiendo menos aquellas que sobreviven). Decenas de universidades se estrenan sin que uno entienda realmente los motivos para tal proliferación y me queda la sensación de un país que camina en dirección a ser cada día más instruido y cada día menos educado.
Es así que me animaría a generalizar que el país vive la superposición de dos tendencias. De un lado, más sociedad civil (organizada, básicamente organizaciones no gubernamentales, colectivos y otras agrupaciones) generalmente con un cahiers de doléances de reivindicaciones democráticas y, por otro lado, una ciudadanía lumpenizada, un achoramiento que atraviesa todos los estratos (desde un candidato a alcalde que le puede decir a su rival agarra más abajo cuando pone la mano en su voluminosa barriga, hasta las cotidianas trifulcas entre barras bravas). Los 90 han legado un país intuitivamente agresivo; no es la violencia política la que nos rodea hoy, es un permanente ánimo de agresión perceptible en casi cualquier espacio público.
Sin embargo, el término en boga es sociedad civil. Y creo que deberíamos tener cuidado con nuestras alegrías al respecto. El asunto en cuestión no es que tengamos una sociedad civil confiable si aquello que consideramos como tal está definido de tal manera que siempre vamos a valorarlo positivamente (organizaciones de participación democrática). Cuidado con el atajo escolástico, se define primero qué es sociedad civil y luego la celebramos. A mí me interesa menos que nuestra sociedad civil sea democrática a que nuestros ciudadanos lo sean por convicción.
No olvidemos, pues, que el ascenso del discurso de la sociedad civil está acompañado de una sociedad que muchas veces parece menos civilizada. Si no lo tomamos en cuenta nos sorprenderemos cuando el próximo autoritarismo se geste y legitime con la anuencia de millones de hombres y mujeres carentes de reflejos democráticos, de ciudadanos con prisas de seguridad.
No intento invalidar la importancia de la sociedad civil tal como se usa el término en los últimos años, solo detenerme en que algunas deficiencias sociales que posibilitaron el apoyo popular al fujimorato no se han removido por completo y ellas descansan en una sociedad achorada, descreída de la legalidad, empobrecida y desmoralizada. Como menciona Henri Favre, pareciera que los regímenes democráticos en América Latina deben su estabilidad más a la ausencia de alternativas viables que al apego de los ciudadanos.
Para terminar, tenemos razones para creer que contamos con ciertas redes sociales que podrían reaccionar frente a eventuales autoritarismos. Eso está fuera de dudas y deberíamos alegrarnos por ello. Sin embargo, seamos conscientes de que el discurso de la «sociedad civil» no incluye al hombre de a pie, que está centrado en organizaciones. Empecemos a preocuparnos por la educación democrática de las personas que podrían no tener sellada su adhesión al régimen democrático. La ausencia de comportamientos que reparan en el otro como sujeto de derechos no es la mejor base para asentar una democracia. No perdamos de vista, pues, el conjunto de nuestra sociedad, que no es aquello que llaman sociedad civil, ni en la teoría ni en la práctica.
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Abogador por la PUCP. Es co-autor con Eduardo Dargent, de La Batalla de los días primeros.

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